Por Carola Nin
Este es el Día Mundial de las Ciudades, y creo
que es una excelente oportunidad para reflexionar sobre la ciudad en que
vivimos. A principios del siglo XX, Rosario era tanto la “Chicago Argentina”,
por su asociación con mafia y prostitución, como la “Barcelona Argentina”, por
la afluencia de migrantes y el alto grado de movilización de la clase obrera
local. Este último mote fue acuñado por socialistas porteños. Más cerca en el
tiempo, el socialismo vernáculo retomó aquella denominación, ilusionando a los
rosarinos con otra “Barcelona”, más relacionada con el desarrollo
multicultural y urbanístico
característico de la capital europea.
Hoy, a la luz de los resultados de la políticas aplicadas y
del creciente malestar de los ciudadanos, sabemos que esos fuegos de artificio
se apagaron hace rato. Pero, yendo más allá de las promesas incumplidas, siento
que Rosario es ella misma, muy a pesar de las asociaciones que quisieron
imponerle. Por eso, no tiene por qué anhelar el nombre de otra ciudad: su riqueza
cultural, futbolística, creativa, laboral, histórica y natural es inmensa y
tiene un valor propio que brilla en el mundo. Lo que falta es un buen gobierno,
y por eso necesita un cambio para bien.